martes, 4 de noviembre de 2014

Chica rayo.

Era un día precioso, y sepia. No me había ensuciado la ropa en lo que llevaba despierta, y mi cabello no se había resistido ante unas manos temblorosas y no muy delicadas. Un día magnífico para sonreír y no escribir.

Caminé, como si estuviese echando una carrera de sacos con mi sombra, hacia la heladería más nostálgica que pude ir años atrás. Recordé, mientras me aproximaba, que la última vez que pisé aquel lugar iba a acompañada por una persona que ya no estaba aquí; ni acompañándome al centro, ni en el invierno ni en el infierno. Me mordí las uñas al pensar en qué momento se convirtió en desconocida, en qué maldito momento el tiempo la hizo polvo.

Tras largos suspiros me topé,-casi de imprevisto puesto que creía que estaba en otra esquina-con una farola que indicaba mi antro de los recuerdos. Además del alquiler de un piso amueblado por trescientos euros.
Choqué con una mujer regordeta y hermosa cuando giré mi cabeza hacia la izquierda intentando reconocer el lugar que tenía ante los ojos. Supongo que aquella treintañera pensó que era una maleducada ya que no me disculpé. Aunque tampoco creo que lo haría si volviese a estar en aquella escena.

Entre mi yo pasado y sola, y mi yo presente y aún más sola, se encontraba la nostalgia aplastada por un "cerrado para siempre" en un cartel de madera blanca. No recuerdo bien lo que hice en aquel momento, pero me encontré segundos después mirando el interior de aquel lugar y con la banda sonora de Forest Gump resonando, o en mi cabeza, o en la planta segunda del edificio por una flauta travesera.
Forcé mi vista ante la oscuridad y el agujero tan diminuto que había en el muro de ladrillos, ansiando ver más allá. Tenía esperanza de que al menos no se hubieran llevado aquel océano que había plasmado algún pintor, con firma de médico de cabecera, en un cuadro de oro, y que tanto nos gustaba a aquella persona incinerada por el tiempo, y a mi, destruida por él mismo. No había nada en lo que pudiera aferrar mi recuerdo, es más, creo que si no me hubiera indicado aquella farola jamás hubiera reconocido la heladería.

Con o sin locura, pero sí muy poca cordura, divisé entre polvo soñador y ratas silenciosas a una niña con una coleta castaña, y unos ojos del pelaje de una pantera. Cuanto más la estudiaba, más se parecía a un cadáver. No estaba delgada, pero los huesos del rostro se le marcaban y sus orejas eran pequeñas. Era pálida, y no me sonrió aunque yo tampoco lo hice.
Pocos segundos después quise darme cuenta de que aquella era la persona que no pertenecía a mi presente, era la ganada por el tiempo. Ahora tampoco nos sonreímos porque supuse que ambas vimos la guerra civil que ardía en nuestro pecho.
Recuerdo que no se puso de rodillas, pero sonrió de perfil mirando el lugar donde estaba colgado nuestro cuadro, y alguien le voló la cabeza.

Supuse que ambas estábamos con los sesos esparcidos por el suelo. Estábamos vivas, sí, pero bailábamos sin música.
Éramos la única batalla que no perdimos, pero tampoco ganamos.
Éramos las plumas del pájaro que no volaba.

Cuando llegué a otra heladería con otra persona presente y conocida, el día se quedó nefasto, y blanco y negro. Me vi reflejada en el cristal de "abierto" de la puerta y vi que me había ensuciado la ropa de barro, y mi cabello se volvió rebelde ante unas manos estrictas y muy delicadas.
Un magnífico día para escribir, y no sonreír.

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