domingo, 9 de noviembre de 2014

Chica tormenta.

Me encontraba con un batido de chocolate intacto entre las manos. Estaba sentada en el taburete de la barra de una cafetería que olía a cenicero, aunque antes de entrar había divisado más de un cartel prohibiendo fumar.
El lugar era silencioso e incómodo. Casi tanto, que el tabernero subió el volumen de la televisión hasta el número once porque no soportaba aquella soledad auditiva. Aunque a veces fuera interrumpido por el sonido de una cucharilla de la mujer, bien vestida pero de muy mal aspecto, del fondo, o la arritmia tos de un señor delgado y con bigote.

Mientras me quitaba la suciedad de las uñas intenté imaginar el cómo serías ahora. Es decir, qué colonia utilizarás, si seguirás combinando el color de los calcetines con el de tu blusa; cuál disfraz te pondrás para verme,-el de la chica loca y sin preocupaciones, o el de sonrisa de ojos tormenta-.
Traía conmigo un regalo para el reencuentro. Quise demostrarte que ya había pasado página entregándote mi lápiz con el que solía destruirte para construirme, pero solo te lo regalaría si me entregases algo tuyo. Probablemente vendrás con mi corazón. Aún sigo pensando que has querido quedar conmigo porque te resulta pesado cargarlo todos los días, y oírlo llorar todas las noches.
Bueno, para qué mentir. Yo soy la que le da vida; sigo intentando herirte en la página que debería haber pasado hace bastante tiempo y dejo todas las noches la puerta del armario abierta para que vengas. Y sí, es un poco exagerado decir que eres una monstruo nocturno, pero no he encontrado otro adjetivo para describir a la persona que me arrancó el corazón de cuajo y se largó haciendo que solo me palpitese el pecho.

Me llevé el batido de chocolate a los labios pensativa y brindé por ti y por tu habitual impuntualidad. Volví a bendecir por el amor que nunca fuimos por miedo a destrozarnos pero que tú nunca fuiste dañada. Por esas veces que nos disfrazamos de Sid y Nancy pero que jamás nos amamos tanto por temor a  matarnos. Levanté de nuevo el vaso por las veces que me decías que te quitase la tristeza, que hiciera lo que sea para hacerte sentir algo que no sea el dolor; por esas veces que yo intentaba hacerte el amor con la cama vacía, la noche apagada y nuestros vestidos puestos, aunque resultó que eso tampoco te llenaba.
Brindé por el amor perdido entre bolígrafos sin tinta cuando más tendríamos que haber escrito, y por ti, que siempre fuiste la débil lluvia que apenas se veía pero que te acaba mojando. Siempre acababas empapándome.

Cuando iba a brindarte por el último sorbo de mi batido, tú ya habías llegado. Me quedé sentada esperándote como aquella vez que dijiste que me amarías, y jamás me entregaste tu corazón. Pasaste delante del televisor y me di cuenta de que sigues igual que siempre: tu cabello castaño recogido, tus medias rotas-aquellas que yo sonreía cuando pensaba que eras lo único roto que tenías,-tus ojos perdidos y mi corazón como complemento en tu muñeca.
Pero entonces te sentaste, sonreíste ante mi silencio tímidamente juvenil y yo supe que tu sonrisa no era la misma que hice sonreír meses antes. Ésta vez fue un grito que interrumpió el silencio con otra sonrisa por mi parte. La mostrabas como si hubieras hallado la felicidad sin mi ayuda, y no sé si fue con alguien acompañándote o sola, pero te veía feliz.

Al principio reconozco que hablamos torpemente, pero después reímos como niños creando algo de vida en aquel lugar-cosa que siempre hicimos bien-. Entonces levantaste tu café y brindaste por los recuerdos, aunque yo, al chocar mi espada contra tu armadura, afirmé que jamás fue el amor quien llamó a mi puerta. Que fuiste tú; y que ese  era mi todo, pero no mi amor.

Cuando cogí el autobús de vuelta a mi casa, me sorprendió que me hubiera olvidado del lápiz en la mesa. Aunque claro, tenía más dagas que espalda y había aprendido que la vida se trata de intentar sacarlas, no de curar la herida.






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